30 mayo 2025

De las montañas de Colorado a la costa de California


El altiplano cercano a Crestone (Colorado), con

las Montañas Rocosas de fondo



La vida del viajero permite recesos pero nunca demasiado prolongados: uno no puede aburguesarse ni acomodarse con la excusa de ocupaciones profesionales o parentales. Heme aquí, tras unos seis años de ausencia, de vuelta en Estados Unidos, un país que siempre me ha despertado sentimientos encontrados.

 

Hay algo relativo a la excesiva comercialización de todo que nunca me ha convencido y probablemente nunca lo haga. Algo que tiene que ver con lo poco sutil, con lo pretendidamente antiguo que no lo es, con lo hortera y lo superficial. Quizás mucho de eso guarde relación con la falta de una verdadera historia y la necesidad, al menos en parte, de inventársela. Por eso hay algo un poco de cartón-piedra allá donde uno vaya. En la otra cara de la moneda uno se encuentra con una cierta amabilidad generalizada, una oferta infinita de todo aquello que pueda imaginarse, y, fuera de las grandes ciudades, con una naturaleza variada, exuberante, y una vida de lo más de cómoda para todo aquél que disponga de tiempo, un coche y un puñado de dólares. Hablando de dólares, cosas de la modernidad, llevo más de una semana aquí y todavía no he tenido un billete verde en las manos.

 

En el terreno de los servicios, es justo también reconocer lo que este país ha hecho por el entretenimiento, llámense música, cine o deporte. Sea como fuere, no eran pocas mis ganas de volver a Estados Unidos, y, tras una semana aquí, sólo puedo alegrarme de haber respondido a la llamada del deber. 


Empecé mi periplo en Colorado, que probablemente sea el estado más montañoso del país. Un buen amigo vive en un pequeño pueblo en las montañas, a casi 2.500 metros de altura y a más de tres horas de Denver. El pueblo se llama Crestone y no está demasiado lejos de Fairplay, otro pueblo por donde pasé y en el que al parecer se inspiraron para la ácida serie animada South Park (puedo certificar que el parecido es razonable).

 

Crestone es, en cierto modo, un mundo aparte. Monasterios tibetanos, centros de yoga o de otras enseñanzas, lejos de cualquier mercado que se precie, una animada vida comunitaria, un lugar donde los ricos ceden parte de sus excedentes a los más necesitados, un campo de golf gratuito —¿no es eso un oxímoron?-  que alguien cuida de vez en cuando por puro amor al arte y una energía general, que percibí como positiva, que lo impregna todo. No soy muy amigo de la expresión de nuevo cuño “me explota la cabeza”, pero hay algo en ese mundo que de algún modo me rompe los esquemas.


Si algo me resultó especialmente llamativo fue la visita al crematorio al aire libre, situado bien a las afueras del pueblo. Se trata de un círculo perfecto delimitado por una especie de valla en cuyo perímetro interior se sitúan unos bancos donde los familiares y amigos del difunto se sientan durante unas dos horas, a veces más, a asistir a la cremación.


En el centro, a escasos 3 metros o 3,5 metros de los asistentes, preside la escena lo que a simple vista sólo se podría definir como una barbacoa de proporciones humanas. Y, en definitiva, eso es lo que es. Inicialmente pensé que el crematorio guardaba relación con la comunidad tibetana del monasterio, pero mi amigo me indicó que no: ese es un proceso por el que pasan todas las personas empadronadas en el pueblo cuando llega el final de sus días. Esta manera tan directa, tan desprovista de artificios o filtros, tan —si se la puede llamar así— cruda, me dejó muy impresionado y no se me ha ido de la cabeza en los últimos días. Estando allí me imaginé la escena, los ruidos, el calor, los olores, las dos largas horas necesarias para que el fuego haga su trabajo, las intervenciones de los presentes.

 

Me impresionó un enfoque tan maduro de la muerte y no dudo que algo así también ayuda a vivir la vida con intensidad. Durante mi estancia en Crestone me alojé en la furgoneta de mi amigo, la misma que él usa para sus viajes por el país y que estaba aparcada justo al lado de su casa. Durante los tres días que pasé allí estuvimos bastante tiempo juntos y, por las noches, solíamos cenar con su mujer. Después yo me retiraba a la caravana, que es en realidad una furgoneta grande, muy bien acondicionada y que tiene todo lo necesario. En sí mismo, el hecho de dormir y medio vivir allí ya fue toda una experiencia. El paraje, además, es de lo más bonito, en la falda de unas montañas que acaban en picos todavía nevados a finales de mayo. Son las Montañas Rocosas. Abajo, un altiplano infinito en que domina el verde (una vez fundida la nieve). Alrededor de la casa, muchas rocas, árboles y numerosa fauna. Unas pequeñas ardillas, chipmunks, menos tímidas que sus primas, corren por doquier y esperan cualquier descuido para comerse tu alimento. En la zona llana un día vimos un coyote trotando con ese aire despreocupado y algo chulesco.

 

Un día hicimos una excursión en bici, otro fuimos a un mercadillo en el centro del pueblo, otro hicimos algo remotamente parecido a jugar a golf. Yo me escapé un par de veces con mi coche a una pequeña balsa que se forma en un arroyo a darme un fresco chapuzón. Chris me enseñó, también, las casas de algunos de sus vecinos, que van desde un refugio nuclear de mal gusto hasta una mansión de clara inspiración gaudiniana. Todo un mundo lejos del mundo, todo un ecosistema complejo que solo comprendí en parte. Aunque tenía un billete de avión reservado para volar de Denver a Los Ángeles una semana y media después de llegar, tras hablar bastante con Chris me quedó claro que lo mejor sería ir en coche hasta Los Ángeles, atravesando parajes naturales de lo más impresionantes en Colorado, Utah y, en menor medida, Nevada y California. Así pues, con la ayuda de mis amigos, planifiqué una ruta de 1.200 millas, 2.000 kilómetros, que me llevaría hasta la costa californiana. Y en esa ruta estoy, con mi Nissan Rogue, un coche alto y grande y automático, como casi todos aquí, y que me permite llevar una vida nómada con cierto desorden en el maletero.

 

Duermo en hoteles que podríamos llamar de carretera, pero no por ello cutres ni baratos. Excepto los desayunos, que suelen ser bastante básicos y poco saludables, lo demás tiene un buen nivel. 


Los trabajadores suelen ser amables y el personal de las habitaciones es siempre muy cualificado, hasta el punto de que la mayoría habla perfecto español. Barato, aquí ya no hay prácticamente nada, si exceptuamos la gasolina en algunos estados. Si dividimos los 2.000 km. entre seis días, llegaremos a la conclusión de que, de media, cada día hago algo más de 300 km. Si tenemos en cuenta que muchos de esos kilómetros son por parques naturales, parajes que parecen sacados de otro planeta y carreteras de tercer orden, a veces de tierra, con sus correspondientes paradas, se entenderá que cada día paso al menos 5 o 6 horas en el coche. 

 

Los cuatro primeros días han sido una maravilla. Los dos restantes deberían ser más urbanos, menos vistosos, incluido un paso sin parada prevista por Las Vegas. 


Mi ruta ha sido algo así:


Largas carreteras en el 'altiplano' cercano a Crestone, enormes extensiones de prados con cientos de vacas y bueyes pastando, la espectacular carretera 'alpina' entre Ouray y Silverton, el propio pueblo de Silverton que parece la imagen misma del lejano oeste, con la nieve recién fundida, la nevada que me cayó por el camino, la carretera al salir de allí cruzando frondosos bosques, el embarcadero de Bullfrog sobre el lago Powell, la más que asombrosa ruta lunar o marciana entre Bullfrog y Boulder (Utah), la propia estancia en el bucólico Boulder Mountain Guest Ranch, en que dormí en una yurta mongola (!), la salida de Boulder por una carretera que recorre la cresta de una montaña sin ningún tipo de guardarraíles ni protección, la excursión a pie hasta Upper Calf Creek Falls, con baño solitario incluido en un paraje de ensueño, la ruta en coche cruzando el Parque Zion….

 

Tengo los ojos y la retina saturados e insensibilizados de tanta maravilla natural.

Durante mi periplo las temperaturas, que empezaron siendo frías en el altiplano, han ido subiendo a medida que iba descendiendo y ahora, en Utah, recién cruzado el Parque Zion, durante el día ya ha hecho bastante calor.

 

Os mando un afectuoso saludo desde el hotel Best Western Plus (importante el Plus) de La Verkin. 

Seguiremos informando. O no.




El Parque Zion (la montaña no acabaría de caber en la foto)




No hay visita a Boulder (Utah) que se precie 
si uno no duerme en una yurta mongola




Tramo final del Burr Trail entre Bullfrog y Boulder (Utah)
-hay otro famoso Boulder en Colorado-





Pedruscos en el Burr Trail




Más Burr Trail (las piedras están lejos, no es que sean pequeñas)





Otro tramo del Burr Trail




Posicionamiento marketiniano del pueblecito de 
Ouray (Colorado), famoso también por la preciosa 
carretera hasta la localidad cercana de Silverton





Excursión algo vertiginosa en las cercanías de Ouray









 


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