11 octubre 2016

Tres días en Florencia no le hacen daño a nadie

Buongiorno a tutti,

Hoy no ando muy inspirado, pero es bien sabido que los escritores debemos enfrentarnos a la hoja en blanco como el que tiene que cosechar veinte kilos de patatas. Así pues, escribiré.

Pasar tres días en Florencia sin visitar la Galleria de los Uffizi o el Duomo, sin ver el David de Miguel Ángel, sin acercarse al precioso pueblo de San Gimignano o sin adentrarse en el Palazzo Medici Riccardi para ver la Cabalgata de los Reyes Magos podría parecer una experiencia muy sin, pero nada más lejos de la realidad. Han sido tres días maravillosos.

Había estado en la ciudad dos veces anteriormente, la última de ellas hace no menos de quince años. Guardaba un recuerdo bueno pero ya muy borroso de esta pequeña ciudad, que es una joya desde todos los puntos de vista.

Esta vez, viajábamos con las recomendaciones de dos amigos italianos, una pareja de aquellas que solo has visto dos veces en tu vida pero que te tratan como eso, como un amigo de los de siempre, compartiendo las mejores recomendaciones y referencias con el mayor de los cariños.

Siempre he sentido algo especial por Italia y es uno de los destinos a los que casi en cualquier momento me apetece volver. Florencia, dentro de Italia, estaría muy arriba dentro de mis lugares preferidos. Hay muchísimo turismo para una ciudad tan pequeña, como por otra parte es comprensible, pero al final la experiencia puede ser fantástica si uno evita mínimamente los lugares más concurridos.

Como es bien sabido, no me gusta darle la espalda a la gastronomía y esa faceta siempre ocupa un lugar central en mis viajes. No porque me guste comer, bien al contrario, sino simplemente por un interés cultural.
Puedo decir sin ánimo de exagerar que en esta breve escapada he comido el mejor plato de pasta de mi vida (los rigatoni al ragú de la mítica Trattoria Mario) y los mejores bocadillos de mi vida (en el sensacional Ino, junto al Ponte Vecchio). Los panini de Ino, adonde nos adentramos con altas expectativas, no sólo no decepcionaron sino que nos dejaron con una sonrisa de oreja a oreja. No descarto intentar, un día de estos, emular los bocatas de mortadela con crema de gorgonzola, el de anchoas con tapenade y el de jamón de Parma con alcachofas que disfrutamos allí.

Además, hay veces en que a uno le sonríen los astros, en que los Dioses del Olimpo se alinean para que se dé un cúmulo de casualidades, a cual más azarosa, que le dejan a uno boquiabierto y agradecido.
O quizás sea que alguien ahí arriba se ha sentido culpable por haber secuestrado nuestras maletas, que llegaron al hotel con más de 30 horas de retraso.
Sea como fuere, solo podemos celebrar haber conocido a una pintora de Brooklyn exiliada en Florencia que, en la iglesia de Ognissanti, nos explicó con pasión todo lo que queríamos saber sobre la iglesia y su historia, los horarios de visita al claustro y al fresco de la Última Cena de Ghirlandaio. Soy muy amigo de los claustros desde mi más tierna infancia, dicho sea de paso.

También merece un comentario nuestra segunda visita a la sensacional Trattoria Mario, que constituía además nuestra última actividad en la ciudad.
Habíamos comido allí un sábado y volvíamos un lunes. Como siempre, había cola, una cola que..

(y aquí acaba el artículo, que se quedó a medias)


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