04 noviembre 2019

Curso acelerado de cultura japonesa III. Hoy: surfeando en Kyushu, la bella Kyoto y varias generalizaciones gratuitas sobre el pueblo nipón








Llegando casi a la cima del templo de Fushimi Inari de Kyoto, 
una ascensión que no se acababa nunca



Sí amigos,

La última vez que escribí estaba a punto de llegar a Aoshima, una playa de Miyazaki, muy al sureste de este isleño pais. Es el típico lugar del que no volveréis a oír hablar en vuestra vida.

Pasé allí seis días idílicos, básicamente dedicado al noble arte de surfear o, al menos, de intentarlo. Acabé en esa parte del mundo después de mucho leer e informarme: playa con olas la mayor parte de los días, buenas para aprender, playa de arena, buen clima (es importante que haga calorcito dentro y fuera del agua si te vas a pasar 4 o 5 horas mojado en octubre), infraestructura para alquilar tablas, etc.

Aoshima no defraudó y pude surfear cinco de los seis días. Realmente, no hice gran cosa más. Despertarme, desayunar fuerte, ir a la playa con mi tabla alquilada, volver, comer, descansar un poco, volver a la playa a última hora, darme una ducha caliente que me sabía a gloria, ir a mi supermercado preferido a comprar cena y desayuno, cenar, perder el tiempo con internet y acostarme agotado y algo magullado. No visité nada de los alrededores.

Sí pude comprobar que la gente allí (isla de Kyushu) es un poco más cercana que en otras zonas del país, más accesible, partiendo de la base de que el japonés es, por su natural, muy reservadito. Aún más friendlies resultaron ser los surfers japoneses, como por otra parte no es novedad: lo mismo pasa con los kitesurfers y con casi cualquier actividad que implique contacto con el agua y la naturaleza, creo yo. 

La oferta gastronómica era muy correcta y se respiraba la ‘buena onda’ típica de estos lugares. El paisaje no era maravilloso en lo terrestre, pero el mar siempre tiene su punto. Tal como ya comenté, toda aquella zona se percibe menos densamente poblada que la mayor parte de Honshu, por ejemplo, la principal isla de Japón. 





El rico pollo adobado y rebozado de uno de los restaurantes de Aoshima, 
siempre con buen ambiente. Haber hecho el cafre sobre una tabla 
de surf abre el apetito y hace que todo parezca más bueno.




Cuando apenas llevaba un día allí ya se empezó a hablar del tifón que acabó llegando una semana más tarde y que tanto daño hizo en algunas zonas más al este del país. Fue ese tifón el que hizo que me escapase a una gran ciudad como Kyoto. La afectación allí creo que fue moderada comparada con otros lugares. 

En Kyoto estuve de entrada 8 días, ni más ni menos. Estuvieron muy bien, pero debo decir que esta vez no acerté con el alojamiento. El ryokan era más que correcto, pero tenía algunas desventajas. Primero: las zonas comunes eran demasiado pequeñas para alguien que quiere hacer un poco de vida en el ryokan, en lugar de estar todo el día de turismo. Segundo: el dueño del ryokan estaba todo el día en la única zona común de su alojamiento, lo cual no resultaba cómodo. Y tercero: el ryokan estaba lejos de los principales atractivos turísticos, lo cual, por muy bien que esté el transporte público en Kyoto -que lo está-, acaba provocando tener que usarlo más de lo necesario y acabar viendo una y otra vez una parte menos interesante de la ciudad. 

Esto lo pude acabar de comprobar, por contraste, al volver a la ciudad unos días después y alojarme tres noches en la zona de Higashiyama, esta vez acompañado de mi dulcinea. 

Kyoto es una maravilla, se mire como se mire, resultado de siglos y siglos de refinamiento. 

Había estado en esta ciudad dos veces hace ya muchos años y lo cierto es que lo que he visto esta vez ha sido algo diferente a lo de las otras veces, quizás porque Kyoto tiene muchos lugares de interés y porque el lugar donde uno se aloje determina mucho su perspectiva.






Cruzando la charca de un jardín de Kyoto. El paparazzi esperaba 
un chapuzón accidental que nunca se produjo.



Siendo como es una ciudad muy turística, creo que hay varias pequeñas estrategias que vale la pena aplicar para disfrutarla al máximo. Uno: en Kyoto como en ningún lugar tiene particular sentido callejear sin rumbo por determinadas áreas, especialmente Gion y sus aledaños. Está bien ver los templos que uno se ha propuesto ver, pero a menudo los encontrará abarrotados de gente. Otros templos u otras calles que no son las más conocidas pueden ser casi igual de atractivas y estar prácticamente desiertas. A veces resulta exagerado: basta apartarse un poco de la calle principal, caminar un poco más que los demás, subir unos cientos de escalones más en el templo de Fushimi Inari o alejarse un poco más dentro del famoso bosque de bambúes de Arashiyama para vivirlos como merecen ser vividos. Como decía, eso es particularmente cierto en Gion y otras zonas en la orilla este del río Kamo: es una gozada pasearse por calles y templos sin saber adonde ir porque casi todo lo que uno se encuentra es bonito e interesante. Templos soberbios, casas tradicionales con jardines exquisitos, callejuelas con una sobria elegancia iluminadas por farolillos, largos y estrechos pasillos de entrada a habitaciones privadas y un sinfín de pequeños detalles, la máxima expresión del refinamiento discreto que caracteriza a Kyoto. Mucha madera, puertas correderas, cortinas de tela para asegurar la máxima confidencialidad, jardines levemente iluminados, árboles con luz indirecta sobre sus copas, miles de pequeños detalles fruto de años y años de ir simplificando la elegancia.

Después de este rollo y las altas expectativas, ya podéis estar seguros de que con Kyoto os llevaréis una gran decepción. Yo de vosotros no iría, no es para tanto. 

El segundo de los ‘trucos’ para ver Kyoto, en mi humilde opinión: aprovechar las mañanas y la última hora de las tardes, que es cuando los grandes grupos de turistas no han llegado todavía o ya se han marchado. Y las noches, para disfrutar de la iluminación y de algunos espacios casi desérticos. Como añadido a este punto, si uno puede, es mejor no pasearse por Kyoto durante los fines de semana o festividades japónicas. 

Por último, y relacionado con el punto anterior, vale la pena intentar alojarse en el meollo, preferiblemente un ryokan en la orilla este del río, en Higashiyama, Gion o zonas cercanas, no lejos de los templos. Eso le asegura uno ver una y otra vez las zonas más bonitas, de día y de noche, y callejear casi sin buscarlo. Nosotros, por ejemplo, estuvimos en el fantástico Kyo no Yado Sangen Ninenzaka. 

Allí me quedó aún más claro que haber estado varios días cerca del palacio imperial y de la estación de metro de Tambaguchi había sido un error. Es una zona urbana, agradable, pero sin tanto interés. Todo dependerá, como siempre, del presupuesto de cada uno, pero a menudo se puede conseguir una buena ubicación sin sobrepagar, si uno anticipa lo suficiente; los japoneses, no le sorprenderá a nadie, planifican mucho: es bueno ser previsor con las reservas.




Visitando Kyoto con ropajes tradicionales.



Nuestra visita a Kyoto coincidió con una festividad importante el 22 de octubre. Ese día más que nunca uno puede ver a muchas mujeres vestidas con ropas tradicionales japonesas, un kimono para ser exactos, calcetines blancos y zapatos de madera. Algunos hombres, aunque menos, llevan también ropas tradicionales, habitualmente menos coloridas. Algunas y algunos ya van así vestidos desde sus pueblos de origen, en el tren, cuando acuden a Kyoto para visitarlo y honrar un poco sus tradiciones niponas. Otros muchos -otras muchas, sobre todo- se visten así en el mismo Kyoto, a menudo alquilando sus kimonos en los montones de tiendas que ofrecen este servicio. Y cada vez más turistas de otros países se apuntan al juego. No hace falta que sea un día especial, pero es mucho más marcado si hay una festividad local.

Las hay que van un paso más allá y se disfrazan de geisha: las visten al mínimo detalle, las maquillan con esmero y las dejan con la cara y el cuello más blancos que el culito de un bebé finlandés. Pudimos ver varias decenas de estas geishas, a veces occidentales, que van visitando templos y haciéndose fotos.



En Kyoto, con una japonesa y dos geishas que tenían 
de geishas lo que yo tengo de profesor de salsa cubana. 



Una de las noches, de manera inesperada, vimos a una geisha “de verdad” volviendo a su casa después de trabajar, circulando a la velocidad del rayo, seguida de su maiko, que le llevaba las cosas, a una distancia constante. Mi amada acompañante no pudo evitar la tentación de empezar a seguirlas, guardando cierta distancia, por las estrechas callejuelas cercanas al barrio de Pontocho, hasta que finalmente llegaron a la ‘casa de geishas’ o comoquiera que se llame su morada. Fue una experiencia apasionante para los dos, pero aún más para ella, que ha leído dos veces Memorias de una Geisha y ha visto también la película. También para mi fue emocionante. Realmente el mundo de las geishas es apasionante y es otra muestra del grado de refinamiento al que ha llegado este país y en particular Kyoto. No digo que ese refinamiento sea a cambio de nada ni que la cultura nipona no tenga sus rarezas -a veces gigantescas-, pero es cierto que han conseguido llevar algunas cosas al extremo, para bien y para mal. 


Sin entrar en grandes detalles, solo diré lo que me parece casi una obviedad. He leído algo y he pensado mucho en cómo son parte de las gentes de este país. Creo que la sobriedad, la discreción, la absoluta puntualidad, la exagerada educación, la formalidad más extrema, el respeto más reverencial, una capacidad de trabajo legendaria y toda una serie de características consideradas positivas o deseables, no son más que la otra cara de la misma moneda del aislamiento de muchos individuos, la represión de las emociones y de una sociedad extremadamente dura, que permite pocas desviaciones y las castiga con dureza. Ello, a su vez, acaba derivando en necesarias válvulas de escape en forma de alcohol, clubes privados, disfraces varios y pequeñas o grandes perversiones que resultan graciosas vistas desde fuera, para huir de un mundo sumamente rígido. No estoy descubriendo la pólvora y debe haber largos volúmenes escritos al respecto.

Volviendo a Kyoto, aparte del maravilloso callejeo, me quedo con el Paseo del Filósofo (Philosopher’s Path) y con el templo de Shoren-in y su jardín, que es más o menos como siempre me he imaginado que sería mi casa si me la pudiese hacer desde cero y sin límite de ceros. Tampoco desmerecería la comida kaiseki -menú de degustación a la japonesa- que hicimos en un restaurante tradicional en la zona de Gion. El paseo por el bosque de bambúes de Arashiyama fue precioso a partir del momento en que nos alejamos un poco de la parte más vistosa, donde para mi gusto sobrábamos varios miles de visitantes.




Un bonito paraje en el paseo del filósofo de Kyoto. 
A la izquierda de la foto hay un pequeño riachuelo.




Eso es todo amigos. Pronto más noticias de las últimas etapas de mi peregrinación, que entra en su última fase y -espero- un post final con recomendaciones para viajar a Japón.

Viajar unos días acompañado me ha hecho dejar aún más desatendida la elevada literatura con la que os obsequio.


También os contaré cómo estuve a un tris de dormir bajo un puente o en el suelo de alguna estación en la ciudad que más plazas hoteleras debe tener en el mundo.

Abrazos,

Hugo






Vista del pasillo desde mi cápsula en el hotel de la estación de Fukuoka. 
Hay una cortinilla para acabar de sepultarse y descansar en paz. 







Bicicleteando por Kyoto, donde es fácil alquilar bicis 
y hay bastantes zonas transitables.




La sección del sashimi (pescado ya cortadito para comerse crudo) en mi 
supermercado de confianza. No puede faltar en vuestras próximas visitas a Aoshima.





El sashimi y otros productos perecederos hay que comprarlos a última hora, 
porque van aumentando su descuento. Aquí, el 40%.
Nunca fui tan tarde al super como para que me lo regalaran.





Ya sabéis que el atún no se puede comprar al tun tun.
Aquí, dispuesto a zamparme tres variedades de sashimi, 
siendo la más grasa la más valorada. 





Teletienda japonesa anunciando 6 kilos de mandarinas a 26 euros.
Que si ahora las pelo y me las como, que si la piel es suave, que si huelen a 
mandarina...media hora explicándote sus virtudes.




"Y así se bebe un zumo de mandarina, es muy fácil. Rico, rico"





Un racimo de uvas, un melón pequeño, una pera, una manzana, 
un caqui y una naranja por 200 euros. Eso sí, embalado para regalo.

Los japoneses son capaces de comprar cualquier cosa y, 
más importante aún, a casi cualquier precio.





Escena callejera japónica de dudoso interés





La geisha auténtica, seguida de su maiko, 
ajenas a nuestra persecución.





Con la japonesa de antes, en el templo de Fushimi Inari





Nigiris (“sushi”) de verduras encurtidas que nos sirvieron en un restaurante 
kaiseki de Kyoto. La maldad humana no conoce límites.




Mi amigo Casimiro, en un restaurante





Menú de anguila (unagi), también en Aoshima. Aquí en Japón los restaurantes 
suelen ir por especialidades, sobre todo cuando son buenos. 





Las zonas comunes de mi hostal, el Cactus Inn. No era precisamente un alojamiento 
surfero pero estuve muy a gusto. Sobre la mesa, mi cena.





Atardecer en Aoshima con surferos mojados de fondo. Un servidor escuchando 
música con su libro de dibujitos y textos bilingües japo-inglés.





La playa de Aoshima, con su famosa islita de mismo nombre





Creo que nunca había visto este mapa del metro de Tokyo. 
Normalmente circulan versiones reducidas. Tremendo.







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