28 enero 2019

Jericoacoara 2.0, Rio de Janeiro 5.0

Hete aquí que estoy regresando a Barcelona después de doce maravillosos días de dolce far niente en Brasil, con mis amigos Nico y Germán.

Si no ando equivocado ha sido mi sexta visita al país y la quinta a Rio de Janeiro. Los cinco días en Rio han constituído la segunda y última etapa del viaje; la primera fueron seis días en Jericoacoara, un pueblecito costero al noroeste del país, cerca de Fortaleza.

En Jericoacoara estuvimos con Germán hace casi exactamente seis años. El tiempo ha seguido su curso y el pueblo ha seguido desarrollándose como era de esperar. Cuando llegamos por primera vez ya debía hacer al menos 25 años que había dejado de ser un tranquilo pueblecito de pescadores. A pesar de ello -y de un crecimiento imparable- Jeri sigue teniendo su encanto. En primer lugar, sigue siendo un lugar relativamente apartado: a pesar del aeropuerto que en 2017 construyeron a 40 minutos del pueblo, creo que la mayor parte de la gente todavía tiene que hacer entre 5 y 8 horas por tierra desde Fortaleza para llegar. En segundo lugar, las calles siguen sin estar asfaltadas, lo que le da un cierto aire de autenticidad en un entorno de arena y dunas. Sí, todo está muy dirigido al turismo y hay mucha gente, pero sigue quedando un algo que lo convierte en un lugar muy agradable para pasar unos días. Los deportes de agua y viento siguen siendo uno de los reclamos principales (nosotros hicimos tres días de surf y uno de kitesurf), se sigue comiendo bien y explorar las dunas de los alrededores no es una experiencia solitaria pero tampoco totalmente masificada. ¿Quizás sea el viento, que sopla con fuerza la mayor parte del año, lo que hace que el pueblo no sea tan sumamente atractivo para las grandes hordas de turistas?

Sea lo que fuere, confiemos en que dure al menos unos años más, porque hemos pasado seis gloriosos días de deporte, música en directo (samba, forró), una excursión en buggy por las dunas, buena comida y alguna caipirinha. Un poquito de paraíso antes de la gran ciudad.

Había estado en Rio por última vez en 2015, antes de los Juegos Olímpicos de 2016. Mi primera visita había sido en 2007 y -entre todos mis viajes y una estancia larga- habré pasado casi medio año en la ciudad, que ya es una vieja conocida.

Es difícil decir qué ha cambiado y qué no ha cambiado en esta carioca ciudad: se mezclan mis impresiones con lo que me dice algún amigo que vive allí, las conversaciones con taxistas, mis recuerdos, las noticias que me llegan de la ciudad estando en Barcelona.
Mi sensación es que al menos Rio mantiene su espíritu. Lo que me gustaba sigue gustándome: la música en directo, la cultura playera, la gente...y obviamente el clima, la vegetación desbordante, el paisaje privilegiado. Lo que no era tan bueno continúa sin serlo: la ciudad sigue teniendo algo de decadente, mucho de inseguro, bastante de sucio, de desorganizado y hasta de cutre. Pero quizás en ello sobrevive parte de su encanto.

Hay, sí, algunas novedades en la parte del centro, nada desdeñables, pero tampoco puede decirse que Rio haya sufrido gracias a los Juegos la transformación que han sufrido otras ciudades olímpicas. Hay algo, por desgracia, de oportunidad desaprovechada.

El que nunca ha estado en Rio es muy difícil que se encuentre algo parecido a lo que se esperaba.
El que vuelve después de unos años reconocerá algo característico que la hace inconfundible.
Como suelo decirle a algunos amigos, no creo que la ciudad muestre su cara más amable a los que vienen por unos pocos días; pienso que es necesario estar un tiempo para disfrutarla de verdad. Y, aún así -y a pesar de sus encantos-, sigue siendo una gran ciudad. Tan grande que la mayor parte de los visitantes apenas vemos una ínfima parte.

Para mi el disfrute de Rio empieza siempre por ir a menudo a las playas -básicamente a Ipanema-, sin las cuales la conexión con el lugar es mucho menor y el clima mucho menos soportable. No conozco otra ciudad grande o muy grande en que el disfrute de la playa sea una parte tan integral de la cultura local (no he estado en Australia o Sudáfrica, por ejemplo).
Mi segunda parada obligatoria en Rio suele ser la música en directo que, por mi experiencia, es un elemento común a la mayor parte del país.

Al volver a Ipanema (es la playa que mejor conozco), uno encuentra toda una cultura muy particular que gira a su alrededor: los “postos”, que son una especie de puntos de referencia alrededor de los cuales se organiza un tramo de playa (cada posto tiene su particular fauna de bañistas más o menos morenos y más o menos musculosos), los infinitos vendedores ambulantes con sus cantinelas, los que juegan a algún deporte o levantan pesas en la franja de arena más cercana a la calle, los que ponen su música a todo volumen...es todo un ecosistema.

El mar, por su parte, tiene aquí algo de violento e imprevisible y permite pocas bromas. Los salvavidas de la playa apenas dejan -silbato en mano- que la gente se adentre en el mar porque los accidentes son habituales. Olas como de juguete se alternan -a veces sin previo aviso- con grandes olas de varios metros. No es extraño presenciar un rescate en helicóptero de alguien que se ha visto arrastrado mar adentro y no puede volver a la arena. Tampoco es extraño que, de repente, una ola mayor de lo esperado -quizás coincidiendo con la marea creciente- invada la arena y se lleve toallas, móviles y otros gadgets a su paso.

A quien no le guste bañarse en un mar algo embravecido, quiera una playa tranquila y paradisiaca, busque una ciudad segura y limpia y/o no le guste la música brasileña, le recomendaría sin duda que se busque otra ciudad, que las hay a montones.


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