30 julio 2022

Camino de Bali, tras siete semanas en Tailandia




No nos imaginéis con mochila, hamaca y 
tienda de campaña: así viajamos


Ha pasado bastante más de un mes desde mi primer post. Ahora estamos en un avión que nos está llevando desde Bangkok hasta Bali. Abandonamos, pues, Tailandia, después de casi siete semanas allí.

 

Lo cierto es que haber estado los cinco últimos días en Bangkok cambia un poco la perspectiva de las cosas, porque poco tiene que ver con las seis semanas pasadas de isla en isla. La capital de Tailandia es una ciudad de más de 12 millones de habitantes, repleta de rascacielos, moderna hasta el punto de recordar a algunas ciudades japonesas, donde uno se encuentra de forma permanente sometido a los más variados estímulos, en especial de tipo publicitario. Es en lugares como Bangkok donde, cada poco tiempo, me viene a la cabeza la tan repetida expresión de “la vieja Europa”, la idea muy tangible de que las economías que tiran del crecimiento mundial están aquí y que gran parte de la innovación vendrá antes de aquí que de Calella de Palafrugell.




Aissa y Kostas, con el Buda de Wat Po, 

en la única visita a la zona antigua de Bangkok





Kostas, tomando el fresco en el parque 

Lumpini de Bangkok, el Central Park local





Es en la capital del país donde uno se da más cuenta de que gran parte de la población es muy joven, de que casi toda la publicidad está pensada para ellos y de que el consumismo campa a sus anchas por estas tierras. Mucho de lo que en Europa aparece únicamente en las redes sociales, aquí está presente por todas partes, empezando por los grandes carteles y pantallas de las calles más concurridas. Los supermercados de conveniencia -los siempre presentes 7-Eleven- tienen un pasillo entero dedicado a productos de belleza o presunta salud dirigidos a este público tan joven: cremas de rejuvenecimiento para quinceañeros, sobres monodosis de mil y un productos de belleza o hierbas de dudosa eficacia, pastillas o complementos vitamínicos, también en paquetes de una o dos pastillas, promovidos con la imagen de los actores o cantantes de moda. Mucho esfuerzo tendremos que hacer en Europa para compensar el consumo de plástico de estas buenas gentes. En la sección de nevera hay varios metros lineales dedicados a bebidas también vitamínicas o con alguna otra finalidad más o menos milagrosa. Los eventos sobre criptomonedas con el último gurú veinteañero de las finanzas también aparecen en los medios de masas y no arrinconados en un recóndito vídeo de YouTube. Y, siguiendo con el consumo, es onmipresente todo lo que tiene que ver con el lujo, desde las grandes tiendas de marcas de diseño en los grandes -enormes- centros comerciales hasta, de nuevo, la publicidad en las calles. Aquí hay mucha gente que se puede permitir gastar mucho, aparentemente. 

 

A esto se le suma la sensación de que todo fluye a un ritmo más rápido, de que hay grandes masas de gente yendo de un lugar a otro y de que mucha gente se dirige a su lugar de trabajo con la noble intención de producir algo.

 

Estábamos, en Bangkok, en un pisito de alquiler contratado por airbnb que resultó estar en la planta 28 de un ‘condominio’ de lujo. Por 50 euros al día, una cantidad que ni siquiera te aseguraría una cama en la Pensión Lolita del Raval, teníamos un apartamento de dos habitaciones, cocina-comedor-salón, baño, excelentes vistas, acceso a la planta del gimnasio y, más importante aún, posibilidad de usar la piscina de 35 metros de largo que se encuentra en la planta 43 del edificio. A lo cual había que sumar muchos elementos comunes, como el shuttle -furgoneta- que te lleva gratuitamente al centro comercial y estación de metro más cercanos y varios servicios más.

 



Kostas, en la piscina de la planta 43
de nuestro apartamento en la capital




Desayunando en la bonita casa-museo de Jim Thompson, 

un famoso comerciante de sedas



Hay que reconocer que, en esta visita a Bangkok, un servidor apenas ha salido de los barrios más modernos -llámese Sukhumvit- lo cual no hace sino acentuar esta sensación de modernidad.

 

Como decía antes, poco tiene que ver Bangkok con Koh Phangan, que es la isla donde estuvimos la mayor parte del tiempo, unas cinco semanas. Si Koh Samui nos había gustado, Koh Phangan se convirtió en nuestro hogar natural, de manera que fuimos prolongando nuestra estancia hasta el punto de casi tener que forzarnos a cambiar de aires y de tener que renovar el visado a mitad de nuestra estancia.

 

Koh Phangan es más pequeña que Samui, menos poblada y, sobre todo, menos urbana. Lo que en Samui son un par de calles-carreteras muy transitadas, con sus carriles bien marcados y aceras a ambos lados, en Phangan son carreteritas de un solo carril, sin aceras y largos tramos donde apenas hay comercios o casas a los lados. Esto no significa, ni mucho menos, que Phangan sea un lugar inexplorado o por descubrir, pero sí que es menos urbano y atrae a un tipo de fauna distinto: un público que en general se queda más tiempo, familias con niños pequeños, gente que viene a hacer yoga, expatriados que se quedan aquí para trabajar remotamente (viva el marketing digital), hippies de diversa índole que elaboran artesanía y/o fuman marihuana y gente que por lo general aspira a un ambiente más relajado y algo menos sofisticado que en Samui. También hay lujo en Phangan y en particular algunos restaurantes excelentes, pero quizás queda reducido a algo secundario.

 

Si en Tailandia todo es más o menos fácil, Phangan sería ya el extremo. Todo son facilidades: para alquilar un coche, por ejemplo, en general a nadie se le ocurre preguntarte si tienes carnet de conducir. En algunos casos, ni siquiera te piden que dejes un depósito o algún tipo de garantía, siendo lo más habitual dejarles tu pasaporte. A veces, ni siquiera eso. Alquilar una moto (4-6€/día) vendría a requerir más o menos los mismos trámites que comprar un chicle en Alcobendas. También es particularmente fácil enrolar a tu hijo en una guardería, aunque solo sea por un día; están generalmente bien gestionadas y equipadas, lo que sin duda explica parte del éxito de la isla.

 

Y, claro, cuando viajas con un niño de 20 meses y, de repente, tienes una casita alquilada cerca de la playa, con cocina, piscina y todas las comodidades, la nevera llena, ambos papás con sendas tarjetas de móvil locales que les permiten comunicarse, un supermercado de confianza cerca de casa, un coche de alquiler con sillita para bebé en la puerta y el niño se pasa las mañanas en una guardería, el ‘coste de cambio’ pasa a ser muy alto y las tentaciones de quedarse también lo son. De ahí que, excepto una breve escapada de tres días a Koh Tao (‘koh’ sería isla, como en Koh Formentera o Koh Lanzarote), nos quedamos atados a Phangan durante muchas semanas.




Nuestro amado coche durante unas tres semanas, 
con sillita de bebé y todo


 

A ello hay que añadir que, de manera bastante inesperada, hicimos varios amigos en la isla, empezando por Erika e Ivan, unos viajeros empedernidos catalanes y personajes públicos del mundo digital en lengua castellana afincados aquí (viviendoporelmundo.com), con su hijo, durante medio año. El pequeño y Kostas hicieron buenas migas y nosotros, los mayores de edad, también, hasta el punto de invitarnos a cenar a casa mutuamente y varias otras aventuras. Además, tuvimos mucho trato con una encantadora pareja israelí con una niña muy mona, algo más pequeña que Kostas, con los que quedamos en diversas ocasiones. Y, por último, unos alemanes viajando con dos hijos -menuda moral- con los que también comimos una vez. 

Un día laborable en Phangan empezaba con un bañito los tres en la piscina o el mar, un desayuno en casa, acompañando -uno de nosotros- a Kostas a la guardería, quizás un café de verdad en alguna de las cafeterías pijas y buenas de la isla, para después, Aissa y yo, uno en casa y el otro fuera, cada uno trabajar un poco en lo suyo u organizar cosas de la casa/comprar, para después comer juntos los dos, recoger a Kostas y dar un paseo los tres, quizás a alguna playa o -más tarde- yendo a alguno de los mercados de comida de la isla, con decenas de paraditas con muchas especialidades distintas, como el de Chaloklum o alguno de los de Thong Sala. No es mal plan.

 

Pero no podríamos hablar de Koh Phangan sin hablar de su célebre fiesta de la luna llena (la Full Moon Party), que como su nombre indica se celebra con una periodicidad más o menos mensual. No teníamos ninguna intención de asistir, hasta el punto de que nos quedamos tranquilamente instalados en Koh Samui dos días antes de la fiesta de junio pero, oh sorpresa, en julio se alinearon los astros (nunca mejor dicho) y lo organizamos todo con nuestros amigos catalanes para que sendas nannies tailandesas se quedasen con nuestros vástagos y así poder sumergirnos en la vorágine fiestera. Es una semana, la de la Full Moon, en que todo se llena, los alojamientos suben de precio y lo que eran tranquilas carreteritas se ven, de pronto, frecuentadas por manadas de adolescentes en moto, a veces pasados de alcohol y con las hormonas muy a flor de piel, lo cual cambia un poco la energía de (nuestra) isla.




Estilosa tailandesa en la Full Moon Party de Phangan




Con nuestros amigos catalanes en la fiesta:

una simpática luna asoma detrás




La noche de la fiesta, que en nuestro caso cayó en viernes, una de las playas de la isla se vio colonizada por miles de seres humanos con ganas de fiesta, muchos de ellos muy jóvenes y no todos ellos extranjeros. Es, por resumirlo, una fiesta en la playa, con un montón de bares o discotecas que ponen su propia música y sirven sus propias bebidas, casi siempre en unos cubos de los que usan los niños para hacer castillitos de arena. Mucha de la música es electrónica, pero no toda, de manera que, como no podía ser de otra manera en un mundo dominado por las mujeres, acabamos pasando el grueso de la noche en sendas zonas dedicadas a la música comercial con influencias latinas. Lo pasamos bien y volvimos a casa a unas razonables 2.30h de la madrugada, donde los niños dormían y las nannies estaban dando buena cuenta de las existencias de comida de nuestra nevera (en particular de los mangos).




Aunque Dios sabe que opusimos resistencia, al final no nos quedó 
más remedio que alquilar una moto para movernos por Koh Tao.
Kostas iba enmedio, entre Valentino y su mamá.


 

Y nos falta hablar de la tercera isla, Koh Tao, donde apenas hicimos una excursión de tres días -cuatro finalmente-. En general el tiempo no nos acompañó, aunque pudimos disfrutar de un buen primer día yendo a un precioso y elevado mirador -un servidor, con Kostas a kuestas- y una buena jornada de playa. Después se puso a llover y a soplar viento de verdad, como sopla aquí el viento cuando los cocoteros quieren inclinarse. Lo que llueve aquí en un día de monzones es lo que, en casa, llueve en medio año de poca lluvia. Fue todo un espectáculo que nos obligó a quedarnos una noche más en la isla, porque el gobierno local prohibió la navegación de barcos debido a las condiciones de la mar (los marineros siempre usamos el femenino). Aún así, el viaje de vuelta a Phangan fue movidito, pero las pastillas contra el mareo que nos dieron los dueños del apartamento de Koh Tao contribuyeron a que no fuese un trayecto para el olvido ni un desayuno para el suelo. Koh Tao es una isla sumamente pequeña, comunicada por un par de carreteritas de un solo carril, donde todo sube o baja y todo lo que no es carretera son casas, comercios o tupidas selvas. Solo se alquilan motos, que en general hay que conducir con cuidado, especialmente en las bajadas, que siempre son pronunciadas, a veces por zonas de tierra y/o mojadas, por lo que hay bastantes accidentes. No falta ocio nocturno en Koh Tao, pero nuestra sensación es quizás que, para alguien que no quiera hacer submarinismo o snorkeling (el GRAN atractivo local), la isla podría entrar en la categoría de prescindible para alguien que ya haya estado en Phangan o incluso Samui.

 

Dejamos, pues, atrás, la maravillosa Tailandia, confiando en que Indonesia nos lo ponga al menos la mitad de fácil. Seguiremos informando. Y ahora, gratis, más fotos.






Cenando en el mercado de Thong Sala, un clásico de Phangan




Terraza selvática con comida italiana, en Phangan





Un clásico embarque entre islas tailandesas




Frente a un templo de Koh Tao




Marineros locales, escena costumbrista




Aissa nos obsequió con una comida 
con remininscencias mediterráneas




Junto al muelle de Chaloklum; el mar nos sienta bien




El hijo de Tarzán en una playa de la costa oeste de Phangan




De compras en el Makro (sí, el Makro de 
toda la vida) de Koh Phangan. 
Tenemos que reducir el consumo platánico de Kostas.




En el mercado de comida de nuestra amada Chaloklum, 
en una esterilla sobre el muelle, degustando 
todas las porquerías de que fuimos capaces




El mercado de anima al anochecer, con música 
en directo y todo, pero esta vez llegamos 
con prontitud e hicimos fotos para el Hola




Il seduttore di Phangan




Desayunando al borde de un lago de Phangan, mientras 
Kostas aprendía (muy a su pesar) el alfabeto tailandés



Desoyendo recomendaciones subí en moto al punto 
más alto de Koh Tao; lo divertido fue la bajada






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