07 diciembre 2019

Curso acelerado de cultura japonesa IV. Hoy: cómo quedarse en Tokyo sin un lugar donde dormir y últimas aventuras niponas






Con el dueño de nuestra casa rural, en una zona 
algo aíslada al este de la isla de Honshu


Hola amigos,

Dos meses parece mucho tiempo pero, como era de esperar, han pasado bastante rápido. Mi viaje está a punto de tocar a su fin. De hecho, ojalá lo hiciese, porque las horas de avión que me quedan por delante me las ahorraría gustoso.

Después de Kyoto cruzamos en un día la mitad del país y nos plantamos casi en el extremo noreste de la isla principal de Japón, en una especie de casa rural no muy lejos de un lugar de escaso interés llamado Ichinoseki. Cómo se me ocurrió reservar tres noches allí y cómo se me ocurrió buscar una especie de granja es algo que todavía hoy escapa a mi comprensión. Soy un romántico. El hecho es que nos encontramos a eso de las 7 de la tarde bajándonos de un autobús junto a una pequeña carretera, bien entrada la noche y con la única luz de mi teléfono móvil, teniendo que buscar la granja en cuestión. Yo me había bajado un mapa de la zona en los mapas del móvil, pero resultó no ser cien por cien preciso. Tras arrastrar nuestras maletas por unos caminos pedregosos durante unos quince minutos en la más absoluta oscuridad (la noche puede ser muy negra cuando no hay iluminación), llegamos finalmente a un punto sobre el papel muy cercano a nuestro destino pero sin rastro alguno de la granja en cuestión. Dejé a mi acompañante con las maletas en la más negra negritud  y me acerqué a lo que parecía otra granja –diferente a las fotos que yo había visto- donde, tras varios intentos, conseguí que finalmente saliese una señora mayor que no hablaba mi idioma ni sabía nada de una casa rural por la zona. Después de mucho insistir, la señora consiguió que su nieta saliese de su habitación. Y fue la nieta la que, leyendo la información de mi móvil, identificó la granja y se lo explicó a la abuela, que finalmente nos mostró el camino.





Nuestra granja rural






Nuestra señora rural








Primera cena en la casa rural, junto a un pequeño 
fuego tradicional (hacía fresquete): nos trataban la mar de bien



Realmente fue un poco aventurado plantarse en un lugar así sin coche. No solo por el cómo llegar, sino por el qué hacer durante nuestros tres días allí. Suerte tuvimos de que la casa rural la regentaba una pareja de abuelitos encantadores, que nos cuidaron y nos pasearon. Preocupados por que nos pudiésemos aburrir, nos llevaron a ver un templo budista cercano y un museo sobre cómo se habían cargado a todos los evangelizadores cristianos de la zona unos siglos antes. Ambas cosas resultaron muy interesantes y de hecho al templo budista fuimos un par de veces porque su monje principal –y único- era muy majete. En el museo sobre el exterminio de los cristianos nos pusieron un vídeo en japonés donde se veía toda la historia, desde que unos curas con nombres y apellidos catalanes se plantaron allí hasta que les acabaron liquidando a todos. Aún sin entender apenas nada del idioma, las imágenes eran suficientemente gráficas y la historia lo bastante común como para hacerse una idea. Esta vez fueron los cristianos los que se llevaron la peor parte, después de haber ido aparentemente con las mejores intenciones y no haber hecho nada malo.




Cómo distinguir a los monjes agustinos, dominicos y jesuítas
(yo les reconocería a ciegas, pero los japoneses necesitan un croquis)



Mi acompañante no estaba demasiado fina de salud esos días, así que entre las tres visitas, comer, el baño caliente de la noche, dormir mucho, intentar entendernos con los abueletes de la casa y un pequeño paseo el último día se nos pasó la escapada en un santiamén. La casa donde dormíamos era una típica casucha campestre japonesa la mar de bonita donde la pareja había decidido irse a vivir hacía quizás un par de décadas, dedicados al cuidado de una docena de vacas. A raíz del tsunami y de la enfermedad de las ‘vacas locas’ de unos años antes les prohibieron seguir teniendo las vacas, momento en que decidieron montar la casa rural y dedicarse a cuidar de su huerto y sus árboles (caquis, nueces, etc.).




Nuestra amplia habitación en la casa rural, con la
estufa salvadora al fondo






Entrada a nuestra granja rural





Exteriores de la granja






Arrozales con el arroz en sus diversas fases,
cerca de la casa de campo



Y de allí a Tokyo, donde pasamos cinco días, interrumpidos por una escapada a la zona del Monte Fuji que no podría haber salido mejor. En la capital teníamos un pequeñísimo apartamentito de un solo ambiente y un mini-baño en una zona no muy lejana a Shinjuku; de hecho, estaba en el barrio del mismo nombre, pero las dimensiones de esta ciudad son tan exageradas que teníamos varias paradas de metro para llegar a la estación de Shinjuku. Tener nuestro propio espacio, en este caso alquilado por airbnb, fue un acierto y nos sentimos como en casa. De hecho tres de las noches cenamos en el apartamento, literalmente a escasos dos centímetros de la cama.



Cenar en nuestro apartamento de Shinjuku no necesariamente
implicaba tener que cocinar durante largas horas



Cuando mi estimada acompañante tomó su vuelo de vuelta yo me quedé en la capital sin planes, puesto que no había previsto qué haría, tan dedicado como estaba a ella. Y allí fue cuando estuve muy a punto de pasar una noche sin una cama donde dormir. El problema se planteó la segunda noche, en que coincidieron la final del mundial de rugby –que se disputaba en Tokyo y de la cual yo era conocedor- con un puente de cuatro días que tenía todo el pueblo japonés y del cual un servidor no sabía nada. Por la mañana, antes de hacer el check-out del hotel donde estaba, decidí buscar alojamiento y no me aparecía nada, hasta el punto que pensé que la web de Booking estaba estropeada. Apenas me aparecía una habitación compatida para chicas en un albergue y una habitación de 1.500 euros en un hotel.  Y lo mismo pasaba con otras webs de reservas y ‘metabuscadores’. ¿Cómo era posible en una ciudad que debe tener más de un millón de camas?  Algo confundido, decidí buscar en airbnb (casas particulares) y sucedía lo mismo: había alguna cosa, pero las pocas que parecían aceptables no contestaron a mi solicitud en dos o tres horas. Lo gracioso es que en otras ciudades japonesas (nada me obligaba a quedarme en Tokyo) pasaba más o menos lo mismo. Fue en ese momento cuando, busca que busca, descubrí que era festivo y que decenas de millones de japoneses habían reservado TODOS los alojamientos existentes. Por resumir un poco la historia, acabé reservando en un lugar que apareció súbitamente en mi enésima búsqueda en Booking y que no sabía ni donde estaba, pero sí que estaba en un área que todavía se llamaba Tokyo. Acabé presentándome allí con mi reserva a las 5 de la tarde y no había nadie. Al final, al cabo de diez minutos de esperar en la calle apareció una chica que me dijo, literalmente, que “esta habitación ya está ocupada” y que me buscase otra cosa, que ese día estaba todo muy lleno. Habiendo dedicado la mayor parte del día a buscar alojamiento con muy escaso éxito y sabiendo cómo estaban las cosas, decidí que no me iría de allí sin nada y le dije a la chica que eran ellos los que me habían dejado sin habitación y –con muy buenas maneras- que allí me quedaría hasta que me diesen una solución. Finalmente la chica, que inicialmente parecía poco dispuesta a colaborar, hizo varias llamadas y acabó encontrándome una cama en un lugar “en construcción, sin agua caliente ni wifi”. Pensé que por una noche no sería el fin del mundo y que siempre sería mejor que dormir en una cafetería, en el metro o en un café-internet. Al final, después de pasar por un lugar bastante cutre, me acabaron alojando en un sitio la mar de correcto, donde las amenazas del “en construcción”, del agua caliente y del wifi acabaron revelándose falsas. Me sentí tratado como una mercancía en busca de almacén y tuve la extrañísima sensación de que una metrópolis de más de 30 millones de habitantes no tenía una cama para mi. Es algo que nunca me había pasado.






La noche antes de quedarme sin alojamiento en Tokyo:
la recepción de mi hotel estaba en la planta 20 de un edificio



Sabía que mi viaje acabaría con tres días en Fukuoka, para asistir al tradicional campeonato de sumo de noviembre y de dos últimas noches en Tokyo antes de mi vuelta a casa.
Me faltaba, sin embargo, decidir la antepenúltima etapa de mi viaje, que eran unos 5 o 6 días. Al final, decidí ir a la única de las cuatro grandes islas de Japón donde no había estado nunca, Shikoku, y repetir la idea de ir a un lugar de playa y hacer surf.
Me planté pues, tras muchas horas de trenes y más trenes, en un lugar llamado Shishikui que el vendedor de billetes de tren de Tokyo no había oído mencionar en su vida. Y como en Shishikui no había olas –los tifones se habían llevado la arena y con ella las olas-, acabé en un lugar cercano, llamado Ikumi, que vendría a ser una de las capitales del surf de la isla de Shikoku. Las condiciones de mi surf de noviembre no fueron tan propicias como las de mi anterior experiencia surfera –octubre en Aoshima-, porque las olas eran demasiado para mi, así que acabé en otra playa donde las olas eran pequeñitas. Aparte, ya hacía más frío y tuve que usar neopreno. A pesar de todo, las condiciones eran buenas para aprender, teniendo en cuenta que mi técnica no es técnica ni es nada. Si a ello le sumamos que el primer día pude surfear en la playa “con los mayores” y surfear un par de horas considerables, la experiencia global fue bastante buena. Mi habitación en Ikumi estaba bien, en el Minshuku Ikumi –yo diría que un minshuku es como un ryokan sencillito-, regentado por un surfero ya muy mayorcito llamado Ten San (“señor Ten”), un tipo encantador que me acompañaba en coche a la playa de los principiantes y luego me iba a buscar. Tenía el minshuku totalmente destartalado –no tiraba nada y lo tenía lleno de trastos-, pero a los surferos estas cosas no nos importan.  Aparte, en el minshuku estaba Lukas, una chico suizo bastante majete que también había ido por el surf, con el que hablamos bastante y cenamos un par de noches.

Hubiese estado bien tener el carnet de conducir internacional y haber podido alquilar algún coche durante este viaje; eso ya lo sabía antes de venir. De hecho lo intenté, pero Tráfico y su burocracia hispánica fueron incapaces de darme cita en un plazo de más de dos semanas y en varias jefaturas distintas –cuando se supone que es un trámite que se tiene que poder hacer rápido-.

Los tres días en Fukuoka estuvieron muy bien: me paseé bastante por la ciudad –bastante agradable- y pude asistir dos días al campeonato de sumo, con unas entradas compradas dos meses antes. Ya había estado más de diez años atrás en un campeonato de sumo y es un deporte que me gusta; los rituales y ceremonias, la estética y, sobre todo, la intensidad: cada combate se decide en unos pocos segundos. Los luchadores, algunos muy famosos, entran por el mismo sitio que los demás mortales, de manera que uno puede verles de cerca si está dispuesto a esperar y se ubica de manera ordenada en unos espacios específicos.



Van llegando los luchadores más populares al estadio de sumo de Fukuoka






Los luchadores de sumo son tirando a gordunos, sobre todo los güenos








Lo dicho




Una especie de "momento publicitario" previo a los combates de sumo


Y de ahí a Tokyo, donde pasé las dos últimas noches de mi viaje, esta vez en una especie de aparthotel tipo business en la tradicional zona de Asakusa. Muy correcto y bien ubicado.

Y hasta aquí mi viaje de dos meses al país del orden, la puntualidad y el respeto por las normas y las personas. El país donde la tecnología y el diseño útil llegan hasta donde uno no lo esperaría. El país –cada vez más una excepción- donde uno siempre puede moverse tranquilo a cualquier hora del día. El país del manga, los videojuegos, los disfraces y algunas de las mayores rarezas y freakadas que uno pueda imaginar. El país donde uno puede dormir en una cápsula o alojarse en un hotel donde todo está automatizado y no hay que hacer check-out. El país donde el tiempo y el espacio son particularmente escasos y donde casi todo funciona como un reloj. El país, al mismo tiempo, de la ceremonia del té, los templos sintoistas y budistas, los baños en aguas termales y donde muchas mujeres se pasean, sobre todo en días de fiesta, con ropas tradicionales. El país, en definitiva, donde los japoneses viven a su modo sin por ello dejar de estar abiertos al resto del mundo.

Me voy, una vez más, sin hablar el idioma, pero esta vez al menos pudiendo leer algunas cosas y –sobre todo- pudiendo expresar en su idioma algunas ideas muy básicas.

Espero volver (a casa no; a Japón).


Sayoonara






De camino a mi segunda etapa surfera pasé por Takamatsu (isla de Shikoku)
y visité el famoso jardín de Ritsurin, muy bonico




Parte de la gracia de Fukuoka está en sus canales y en el hecho de que está 
abierta al mar. De hecho, no está demasiado lejos de Corea.




Las estrellas del sumo, en formato postal




El menú del día, en un restaurante de tempura junto al templo de Asakusa





Haciendo amigos a pesar del idioma





Paisaje tokyota




Turisteando por la zona de Asakusa, en Tokyo




No hace falta hablar japonés para saber qué comer: 
la industria de las réplicas está muy extendida y perfeccionada




La Tokyo Skytree, desde abajo





La Tokyo Skytree, desde arriba (unos 350 metros): vistas de parte de la ciudad




Escena costumbrista del metro de Tokyo





Un recuerdo imborreibol del monte Fuji




Fantástica cena en nuestro hotel en Kawaguchiko, cerca del Fuji





El Fuji a media mañana, ya con ganas de esconderse




En un tradicional restaurante de unagi (anguila), en Tokyo




Con la dueña de las anguilas. Su marido nos explicó todo el proceso 
de preparación de la anguila: desde que nadaban plácidamente 
en unos cubos de madera hasta que acabaron en nuestro plato





El famoso cruce de Shibuya (Tokyo), totalmente intransitable el día de Thanksgiving




En Tokyo hay gente para todo





Última foto del viaje: las escaleras mecánicas transportando
el carrito del aeropuerto con mis maletas



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